jueves, 15 de enero de 2009

COMENCEMOS POR EL PRINCIPIO


Acostumbro a planificar las capacitaciones basándome en un supuesto elemental: no se puede enseñar lo que no se conoce y aunque esta afirmación parezca una verdad de Perogrullo, me parece que con frecuencia queda sepultada por los contenidos que el frenesí capacitador por las últimas novedades arroja sobre los docentes. Por este motivo, comienzo los talleres pidiéndoles a los maestros/as que escriban el listado de los libros que leyeron en el último año. El objetivo de la actividad es que luego analicemos sus preferencias y hábitos lectores. La primera vez que efectúe la propuesta, lo hice guiada por una hipótesis: los maestros/as leen poco -casi nada- de ficción, de literatura. Mi pronóstico se confirmó no solo en esa oportunidad, sino que se continúa corroborando en cada curso que coordino.


Según las listas que surgen de la actividad, en el transcurso de un año, la mayor parte de los maestros lee casi exclusivamente materiales ligados a su profesión; inclusive dentro de este universo, en muy pocas oportunidades se trata de libros completos, sino de fotocopias de capítulos recomendados en alguna capacitación o por un colega. Es minoritario el número de maestros que incorporan textos literarios a sus registros y que pueden dar cuenta de la obra completa de algún autor de su preferencia; es más, de los escritores argentinos consagrados como Julio Cortázar, Horacio Quiroga o Jorge Luis Borges, la mayoría de los docentes sólo han leído los escritos que aparecen en las antologías escolares, es decir, aquellos que pueden ser comprendidos por chicos de escuela primaria. También se puede afirmar que con el propósito de seleccionar material para sus alumnos muchos docentes han leído mayor cantidad de libros de literatura infantil que de literatura “para adultos”.


Por supuesto que existen muchos más elementos que se desprenden de las listas realizadas por los docentes que resultan interesantes para considerar; sin embargo, en esta oportunidad me interesa reflexionar exclusivamente sobre la escasa experiencia en la lectura literaria de los maestros porque considero que la misma tiene proyecciones en sus propuestas de enseñanza.


Desde mi perspectiva, la literatura infantil, antes que infantil es literatura; por lo tanto, demanda el desarrollo de las mismas competencias y procesos que la literatura general: situarse frente al texto como un hecho artístico, aceptar la libertad del lenguaje poético; interpretar las ambigüedades; permitir jugar a la imaginación; apropiarse creativamente del texto; asociarlo con vivencias personales, movilizarse emotivamente, valorarlo estéticamente, etc. Estas habilidades para quienes se conectan con la lectura de modo independiente de la escuela porque pertenecen a una familia lectora o porque de una u otra manera tienen cercanía con los libros, se construyen con la experiencia de leer, con el contacto deseado y personal con el libro; pero sabemos que este no es el caso de la mayoría de los niños para quienes la escuela, a través del maestro, es el único puente con la lectura literaria y la encargada de ofrecerle propuestas que posibiliten los procesos y competencias mencionados. Ahora bien, si como afirmé al principio no se puede enseñar lo que no se conoce, la pregunta que cabe realizarse es si docentes que no han efectuado un trayecto personal como lectores, que no han construido ellos estas competencias, pueden ser los intermediarios entre los chicos y la literatura.


Lo más preocupante de esta realidad es su negación. Negación ejercida por los propios docentes que se lamentan de la ausencia de lectura por parte de los chicos sin reconocer su propia limitación, y también de quienes planifican y ofrecen las capacitaciones que desarrollan contenidos conceptuales de literatura como si estuvieran dirigidas a maestros que son lectores. Me pregunto dónde afirman sus raíces estas nociones si no se basan en la experiencia y por lo tanto, qué transferencia real pueden hacer de ellas los maestros a la hora de trabajar con los chicos. Asimismo, es notable como en la mayoría de los cursos se realiza la aplicación práctica de los contenidos teóricos sobre textos de literatura infantil, modalidad que permite inferir que se piensa a la misma con categorías diferentes que las de la literatura general; sin embargo, las categorías del narrador, de la trama, el lenguaje poético, el criterio de verosimilitud, etc., están presentes en ambas literaturas. La consecuencia de este tipo de capacitaciones es que los docentes vuelven al aula con un nuevo listado de libros para sus alumnos, con ejemplos de originales actividades para realizar el “aprovechamiento” de los textos, pero sin modificar su propia relación con la literatura, que es lo que realmente les permitiría mediar pedagógicamente entre sus alumnos y los textos literarios sin además, depender de que les den fotocopiadas las guías de actividades, ya que contarían con herramientas para pensarlas autónomamente, en el caso de que realmente se crea que a la lectura de un texto debe seguirla una secuencia de consignas.


Es verdad que en una capacitación no es posible compensar la falta de lectura literaria de toda una vida, pero sí es posible generar experiencias literarias que sean significativas para los maestros como adultos, para a partir de ellas inferir conceptos que luego serán transferidos a la selección y análisis de los textos para los chicos.

Quizás este camino nos obligue a resignarnos a no ofrecer en los pocos encuentros que dura un curso todas las novedades didácticas; pero avanzaremos, en cambio, por un camino más firme; significaría comenzar por el principio: para que existan chicos lectores, necesitamos maestros lectores. Creo que este es el desafío de la formación y capacitación docente.


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