jueves, 16 de julio de 2009

UN CUENTO PARA LAS VACACIONES

Hacía mucho tiempo que no escribía para los chicos; ahora, llevada por una propuesta que recibí, he vuelto a transitar por este género, que otra vez compruebo que es de los más difíciles. Si alguno de ustedes se aventura a compartirlo con los gurises que tiene cerca, le agradecería que me cuente cómo resultó.


LOS MIL COLORES DE TOMÁS

por Leticia Walther





Cada vez que Tomás debía realizar un dibujo para la escuela, le pedía ayuda a la mamá o a Martina, su hermana mayor, y cuando ellas no tenían tiempo para darle una mano, lo calcaba. Así, si la maestra le daba de tarea que ilustrara un cuento, él buscaba y buscaba en los libros y en las revistas hasta que encontraba alguna imagen que le gustaba, entonces apoyaba sobre el dibujo la hoja transparente y recorría su contorno con la punta afilada de un lápiz. Casi siempre las copias le salían bastante bien, aunque a veces una línea se le desviaba o la imagen tenía tantos firuletes que era muy difícil seguirlos con el lápiz. La cuestión es que Tomás nunca se animaba a dibujar nada sin ayuda. ¿Por qué se preguntarán ustedes? Porque Tomás pensaba que dibujaba muy mal.



Pero no siempre había sido así. Su problema había comenzado cuando Tomás quiso dibujar a Gael, su gato. Para Tomás Gael era tan importante que en lugar de pintarlo de color gris, lo hizo de color naranja para que se destacara sobre la hoja blanca y brillara más que el sol que colocó en una esquina del papel. Cuando Martina vio el dibujo, se rió y le dijo:
-¡Pero dónde viste un gato naranja!
Entonces Tomás dobló el retrato de Gael y lo guardó en un cajón del escritorio, en lugar de colgarlo en la pared de su cuarto como había planeado.
Otra vez dibujó los regalos que había recibido para el cumpleaños. Su abuela le había obsequiado un microscopio porque Tomás deseaba investigar cómo estaban formadas las flores, el agua, un mosquito; todo, todo Tomás quería saber cómo era por dentro. Estaba tan contento con su microcospio que lo dibujó más grande – como cinco veces más grande- que el metegol que le había traído su tío. En esa oportunidad, fue su primo Joaquín quien se burló:
-¡Tía, tía- empezó a gritar- tenés que comprarle anteojos a Tomás porque a lo chiquito lo ve grande y a lo grande chiquito!
Es evidente, le dijo a Gael una tarde de lluvia que los dos miraban televisión, que yo no sé dibujar, me voy a tener que dedicar a otra cosa, por ejemplo, podría ser aviador o escalador de montañas. Y había sido así que Tomás no volvió a dibujar nada sin copiarse o sin ayuda. Pero una mañana, fue a la biblioteca de la escuela a devolver un libro y desde ese momento todo cambió. Sobre el escritorio de Valentina, la bibliotecaria, había un libro grande, de tapas duras y brillantes, con un dibujo que lo dejó maravillado: una paloma con las alas extendidas atravesaba un cielo estrellado y su cuerpo... su cuerpo no era de plumas sino que estaba formado por nubes, unas nubes tan blancas y suaves que daban ganas de tocarlas.



-¿Quién hizo este dibujo tan hermoso?- le preguntó Tomás a Valentina.



-Un pintor que se llamaba René Magritte



Tomás comenzó a hojear el libro y lo que vio hizo que algo muy tibio se posara sobre su corazón porque René se parecía a él: no dibujaba las cosas como eran en la realidad, sino que las dibujaba como las sentía.



-¿Querés llevarlo?- le preguntó Valentina



-¿Puedo?



- Claro- le respondió la bibliotecaria.



Cuando Tomás devolvió el libro de Magritte, Valentina le prestó uno sobre un pintor que se llamaba Joan Miró, y después otro de Pablo Picasso y de Antonio Berni y de... y de... hasta que Tomás leyó todos los libros sobre pintores que había en la biblioteca y a pesar de que en ellos descubrió que sus amigos -sentía a esos pintores como verdaderos amigos- dibujaban y coloreaban con toda libertad, sin miedo de que se rieran de ellos, todavía no se animaba a volver a dibujar.



Un día Tomás fue a pescar con su papá, salieron bien tempranito. Era tan temprano que las luces de la calle todavía estaban encendidas y el rocío humedecía el asfalto. Cuando llegaron, mientras su papá preparaba las cañas, Tomás se sentó en la orilla del río, entonces vio como a su alrededor todo comenzaba a transformarse. El sol se asomó en el horizonte y subió, subió tiñendo al cielo de fuego; el agua se volvió dorada; los pájaros comenzaron a trinar; el verde de los árboles se iluminó. Era lo más extraordinario que había visto en su vida. Guardó la imagen en sus ojos, en su corazón. Pensó en Miró, Magritte, en Berni...



Esa noche, Tomás agarró una hoja, sus lápices de colores y pintó el río, el cielo, a los pájaros, al sol apareciendo detrás del agua. Y se dibujó a sí mismo mirando el amanecer; sus ojos, que eran verdes, los hizo del color del fuego con reflejos dorados como los del agua. Después, colgó el dibujo en una pared de su habitación sin importarle nada, nada, si alguien se reía de él.