jueves, 25 de septiembre de 2008

PRESENTACIÓN DE "EL ROBO" DE LETICIA WALTHER

Por Tununa Mercado.

En el edificio de la literatura argentina, superpoblado de escritores viejos y jóvenes, hombres y mujeres, los espacios están hacinados de libros. Son miles de ejemplares que cubrieron alguna vez profusamente las mesas de las librerías, para luego pasar a los estantes y después desaparecer en los sótanos, también atestados. Siempre habrá sin embargo en esa gran casa un espacio para el libro singular, esa misteriosa construcción individual que se juega la vida para estar allí, más allá del deseo o voluntad de resonancia de quien lo ha escrito. El libro de Leticia Walther es ya un objeto autónomo que hoy comienza a hablarnos. Es bueno señalar que mucho tiene que ver en esto un editor como Juan Carlos Maldonado, capaz de apostar a lo nuevo, al primer libro, así como también al libro que se ha traspapelado en la gran biblioteca y busca volver a salir, renovado.


No conocía a Leticia Walther cuando nos encontramos en el café junto a la Biblioteca Nacional para que ella me entregara su texto. Ella fumadora, yo tabacofóbica, gané la partida y nos sentamos en la zona para ella prohibida. No fue estrictamente un encuentro literario, sino un intercambio de historias, como si en ese comienzo de amistad las dos hubiéramos preferido el drama personal para presentarnos. Si algo percibí en aquel encuentro con Leticia fue humanidad, en el sentido más laico de la palabra, una humanidad cuyos núcleos no se mostraban para dar lección o buen ejemplo, sino de esa manera tácita, natural, que tienen quienes saben prodigarla sin que se note.


Busco una imagen para describir el modo de narrar en estos cuentos. Línea estable, sin convulsiones, neutra por vocación de despojo, apostando a que la historia sostenga su efecto dramático sin otro recurso que el acontecimiento. No se espere un estallido volcánico. Si en “Aire”, el primer cuento, se busca el estertor de la asfixia, no se lo tendrá explícito. Entraremos en una zona desesperanzada, esa medianía que suele ser destino inmodificable, sin adjetivos, sin metáfora que venga a auxiliar la nada que se ha instalado desde las primeras líneas. Una nada que es en verdad todo: la persecución, la locura, la rebeldía solitaria. Hay un trasfondo: lo social; un punto de referencia que parece sostener la evolución del narrador que se desplaza, lo social como una viga o columna, pero no mucho más, para no violentar la opresión que se genera en el espacio cerrado, sustraído a la realidad. Se necesita mucha confianza en el ser humano para atribuirle un acto de libertad en esa condición de encierro. Pero ese espacio, los espacios clausurados de Leticia Walther, no tienen “puertas” providenciales, éstas aparecen por un rapto liberador del espíritu o de la conciencia. Es ese rapto lo que justifica el tenue transcurso narrativo, la fuerza que tensa la línea y la hace vibrar sin desgarrarla. Y aun cuando la decisión de romper, liberar o actuar, en algunos textos esté ausente, se hace presente por su contraparte, la inacción, la incapacidad de dar un paso hacia el otro., como si lo inalcanzable se forjara a conciencia.


El equilibrio entre avance y retención que modula el transcurso es la condición del cuento. Esa es la manera de narrar para Leticia Walther: un tono menor, en el sentido musical del término, que sostiene un desolado dramatismo. No habrá una resolución canónica, un corte tajante. Pero si un estado de inercia espiritual que sólo cambia de registro cuando irrumpe la crisis. Quien narra de un cuento a otro, en una especie de gesto unitario, padece la desocupación, la soledad, la injusticia, vive en el tenebroso mundo de los despojados. Son seres de la oscuridad, desvitalizados socialmente. Cuando la expectativa de una redención aparece, como en el caso de la desempleada que acepta vender enciclopedias, la oferta contradice lo que ella piensa y desea y, por un efecto acumulativo de rechazo, la ruptura se produce con un exabrupto, el único modo de recuperar la condición de persona.


Reconozco que resulta difícil aislar el sentido de este libro sin apoyarse en los textos, y que se corre el riesgo de enunciar abstracciones. Prefiero rescatar el trasfondo de una posición de escritura que yo llamaría ético, que sustantiva un cambio de rumbo por un acto de libertad, que desarma lo establecido sin otro beneficio que la complacencia en el gesto autónomo. En las historias de Leticia Walther los núcleos que destraba son los escollos del cuento clásico: la fatalidad de la repetición se quiebra por un hecho disruptivo imprevisto; un chico de la calle se fuga como un ángel chagalliano en las calles de Buenos Aires y se libra de su perseguidor; una muchacha sin edad, uno de esos seres diferentes que socialmente cargan el mote de retraso mental, se hamaca y contagia con su acto a una marginal desangelada; un hombre quiebra la imposibilidad de bailar de una mujer, la hace volar, para seguir con la imagen del vuelo como forma de libertad.


Sin embargo, pese a estas reconversiones del destino, en apariencia tenues, pero de carácter transgresor, lo político real, están allí para recordar su implacable poder de destrucción. En la situación límite, la muerte, no hay espacio para elegir. Esa frontera, que es el duelo por la tragedia argentina, sólo puede ser atravesada por la escritura.


Milagrosamente, aún en la muerte, en la doble muerte de la víctima maniatada, la imagen final es el mundo, un mundo que puede ser reconstruido en algún lugar. Ese es el mundo de Leticia Walther, la humanidad que descubrí en ella cuando la conocí y que este libro nos transmite, inaugurando una obra.